–Si nueve estufas
queman doce metros cúbicos de leña en cinco días y medio, ¿en
cuántos días quemarán doce estufas nueve metros cúbicos de leña?
–Si nueve
estufas...
Estoy sentado al
escritorio leyendo un artículo. No puedo concentrarme. Desde el otro
cuarto me llega por enésima vez la misma frase.
¿Qué diablos pasa con
esa leña? A ver...
Gabi, encorvado sobre la
mesa, mordisquea la pluma. Finjo haber entrado por otra razón y
rebusco en la biblioteca con gesto solemne. Gabi me mira de soslayo,
yo entrecierro los párpados como si estuviera enfrascado en mis
asuntos y no me percatara de su presencia, mientras voy repitiendo
obsesivamente para mis adentros: “Si nueve de leña... doce metros
cúbicos … ¿cuántas estufas? ...” !Ay, caramba! ¿Cómo era?
Paso por delante de él
con aire distraído, me detengo como si acabara de verlo.
–¿Qué, hijo,
estudiando?
Gabi hace pucheros.
–Papá…
–¿Qué?
–Es que no lo
entiendo.
–¿No lo entiendo?
Gabi, ¿cómo puedes decir eso? ¿No te lo han explicado en la
escuela?
–Pues sí, pero es
que...
Carraspeo. Y sigo en tono
seco y hostil:
–¿Qué es lo que
no entiendes?
Gabi, ansioso y aliviado,
se pone a hablar atropelladamente, como quien se ha librado de un
gran peso.
–Mira papá, si
nueve estufas queman doce metros cúbicos de leña en cinco días y
medio...
Yo furioso:
–¡Que
si patatín, que si patatán! No te precipites. Así es imposible
reflexionar. A ver, concéntrate, repítelo con calma y lo vas a
entender. Venga, déjame sitio.
Gabi, feliz, se
apresura a apartarse. Él cree que yo no sé que acaba de delegarme
alegremente todo el asunto –no
lo sabe, claro, pues no recuerda la misma escena, cuando hace veinte
y pico de años fui yo quien se apartó igual de feliz y aliviado, y
mi padre se sentó junto a mí con la misma cara entre molesta y
solemne como ahora yo. Y lo peor, para colmo –en
este preciso instante caigo en la cuenta–,
se trataba del mismo problema... Así es, no cabe la menor duda...
La leña y la estufa. ¡Santo
dios! Entonces a punto estuve de entenderlo, pero lo he olvidado...
Veinte y pico de años
esfumados en la nada de un plumazo. A ver, ¿cómo era?
–Escucha, Gabi –le
digo con calma–.
No se piensa con la boca sino con la cabeza. ¿Qué es lo que no
entiendes? Todo esto está tan claro como el agua. Lo entiende hasta
uno de primero si presta un poco de atención. Escucha, hijo. Bueno,
aquí pone que nueve estufas queman en cinco días y medio tal
cantidad de leña. Ya está. ¿Se puede saber qué es lo que no
entiendes?.
–Hasta allí
entiendo, papá... Lo que no acabo de entender es si la primera regla
de tres es directa y la segunda inversa o la primera inversa y la
segunda directa o si ambas son directas o ambas inversas.
Un escalofrío me recorre
la piel de la cabeza donde nace el pelo. Qué disparates suelta este
sobre la regla de tres. ¿Qué será esa maldita regla de tres? ¿Cómo
averiguarlo aquí y ahora?
Le levanto la voz:
–Gabi, vuelves a
precipitarte. Así no vas a entenderlo jamás. Se piensa con la boca,
eh... Qué es eso de inversa y directa, y directa e inversa, que si
patatín que si patatán, o la madre del cordero.
Gabi se echa a reir. Le
grito:
–No te rías. Para
eso te mando a la escuela, para eso me desvivo por tí... Esto pasa
porque no prestas atención en la escuela... Pero si ni siquiera
sabes... Ni siquiera sabes... (Le clavo la mirada atónito, como si
una horrible sospecha se hubiera levantado en mi interior). ¿Será
posible que no sepas siquiera lo que es la regla de tres?
–Claro que sí,
papá. La regla de tres... La regla de tres... La regla de tres es
una relación de proporcionalidad en la que los términos externos se
dividen... es decir, los términos medios se multiplican...
Me llevo las manos a la
cabeza.
–¡Será
posible!... Un muchacho de catorce años y no sabe lo que es la regla
de tres.
Gabi vuelve a hacer
pucheros.
–¿Y qué es?
–¿Cómo que qué
es? ¡Ya
verás, bribón!... ¡¡Ahora
mismo coges el libro y lo repites treinta veces!! ...Porque si no...
Gabi, cohibido, hojea el
libro y empieza a recitar atropelladamente:
–La regla de tres
es la cantidad cuyos términos medios se relacionan con otras dos
cantidades, o sea... sí, papá, pero ¿cuáles son aquí los
términos medios: el volumen de leña y el número de días, o el
número de estufas y el volumen de leña?...
–¡Otra
vez precipitándote! Trae acá ese libro.
Y entonces le digo en tono
tremendamente serio:
–Vamos a ver,
Gabi, no seas burro. Está tan claro como el agua. Ya verás lo fácil
que es. Fíjate bien, aquí pone que nueve estufas queman tanta y
tanta leña en tantos días. Por ende, si es tanta leña en nueve
días, entonces es evidente, ¿no?, que en doce días no será tanta
y tanta, sino...
–Sí, Papá, hasta
aquí yo también llego, pero la regla de tres...
Me pongo furioso.
–No me
interrumpas, así no lo entende... así no lo entenderás. Fíjate
bien. Si en nueve días tanto y tanto, entonces en doce días se
supone que tanto y tanto más. Mejor dicho, en realidad no será más
porque no son nueve estufas sino doce, luego será tanto menos, o
sea tanto más, como si fuera tanto menos como más... Ya que aquí
la regla de tres... la regla de tres...
De pronto se me
ilumina el cerebro. Como un rayo me llega el Gran Descubrimiento cuya
difusa carencia lleva veinte y pico de años oculta en mi interior...
Así es, ¡ahora
me he dado cuenta!... No cabe la menor duda... En
aquel momento... allí... Es evidente... sí, evidente: mi
padre tampoco entendía este problema.
Miro a Gabi de
soslayo. Mientras, abre con disimulo el libro de historia y, gozoso,
echa una mirada de reojo a un viejo grabado en el que Pál Kinizsi
zurra a dos turcos.
Le arreo una colleja bien
sonora.
–¡Toma!... No voy a
estar aquí perdiendo el tiempo contigo si no me haces ni caso.
Gabi llora a moco tendido
como los dos turcos juntos.