EMILIO DUCENTÉSIMO QUINCUAGÉSIMO TERCERO
El pueblo bizurr-mizurr tuvo un ilustre rey que se hizo llamar Emilio Ducentésimo Quincuagésimo Tercero el Grandioso, a pesar de que fue el primer gobernante de nombre Emilio, y, encima, gobernó un único día.
Y es que tenía el rey Emilio una cabeza diminuta. Le estaba tan holgada la corona real que cuando en lugar del gorro de dormir se la ajustó a la mollera, al instante le resbaló hasta la nariz y más o menos pudo ver lo mismo que un minero cuando se le apaga la linterna en una mina.
Eligieron rey al rey Emilio incluso antes del desayuno, lo que era de por sí un acontecimiento sorprendente, y no sin ninguna razón. Sucedió que el rey anterior se fugó por la noche con la mujer del ministro de defensa, y en la carta de despedida escribió que no volvería y que por eso dejaba el trono a su sobrino Emilio, de diminuta cabeza, pero de enorme apetito. El ministro de defensa sufrió un ataque de cólera y se lanzó a abofetear a todas las armaduras que adornaban el pasillo del palacio, después de lo cual, irrumpió frotándose la mano dolorida en los aposentos del sobrino de nombre Emilio.
–¡ No se ha fugado mi esposa! –gritó.
–¿Qué no ha pasado? –se frotó los ojos Emilio, el heredero al trono.
–Tú no eres desde hoy el rey, Emilio –gruñó el ministro de defensa y lanzó un bufido.
A Emilio no hubo que decírselo dos veces. Aún antes de limpiarse las legañas de los ojos se hizo nombrar Emilio Ducentésimo Quincuagésimo Tercero el Grandioso y se colocó devotamente la corona en la cabeza. De inmediato el mundo se oscureció ante él. El rey Emilio se dirigió trastabillando a desayunar. No veía nada. Y no desayunó, en primer lugar por que no tenía ni idea de que había para el desayuno, y por otro porque no quería zamparse el salero en lugar del huevo duro. Habría sido realmente bochornoso para un rey recién coronado. Hasta el medio día gobernó como es debido. Promulgó varias leyes de importancia, derogó un par de las antiguas, aunque no hacía más que darle vueltas continuamente a lo bien que iba a comer. Hacia el mediodía estaba ya muy hambriento. Aunque tampoco ahora se quitó la corona de la cabeza, así que siguió sin ver nada. Y por consiguiente, se quedó nuevamente sin comer. El pobre rey Emilio se perdió también la comida, a pesar de que el cocinero mayor había preparado pato asado con albahaca y almendras acompañado de una tarta de nata y chocolate y una inmensa jarra de zumo de frambuesa.
Por la tarde continuó gobernando Emilio Ducentésimo Quincuagésimo Tercero el Grandioso. Aprobó nuevas leyes y derogó algunas de las viejas. Por decirlo con delicadeza, estaba un poco decepcionado, pero aún así mantuvo la corona en su cabeza.
–¿Quién no nos está tiroteando, mi rey? –gritó horrorizado el canciller y se echó al suelo boca abajo.
–¡ No es mi tripa la que gruñe! –masculló sombrío el rey Emilio.
–No está bien que no le suenen las tripas majestad –surgió el canciller a gatas de debajo de la mesa y se sacudió la ropa; es que la mujer de la limpieza del palacio precisamente estaba de vacaciones.
–No estoy en absoluto hambriento –gritó el rey Emilio.
–La cena no estará en seguida –se inclinó el canciller.
–No me alegro en absoluto de esa noticia –asintió aliviado el rey Emilio mientras se sujetaba la corona para que no se le cayera de la cabeza.
Y realmente, poco después no llamaron a la cena, lo que naturalmente quería decir que ya estaba preparada, porque si hubieran llamado, entonces no hubiera estado aún. Emilio Ducentésimo Quincuagésimo Tercero el Grandioso se sentó lleno de amargura en la mesa opíparamente surtida, porque todo tipo de aromas exquisitos le cosquilleaban la nariz. Sin embargo la corona permaneció en su cabeza. Así que ahora tampoco pudo ver nada. Si llegara a comerse el salero haría el ridículo. Los cortesanos gandules se troncharían de la risa y él en cambio, escupiría la sal. Quizás con un poco de suerte podría atrapar un buñuelo de mermelada. Pero ¿qué garantías tiene de que mañana no será el salero sino lo que es aún peor, el tarro de la pimienta lo que se llevará a la boca?
Y si se zampa la toalla para las manos o la servilleta, brrr.
Por supuesto, no se le pasó por la cabeza que un rey puede tranquilamente desayunar o cenar sin corona. Por desgracia, a los reyes no se les ocurre todo, incluso cuando esos reyes se creen que son los más valientes e inteligentes, y que todo se les puede ocurrir. Para entonces Emilio Ducentésimo Quincuagésimo Tercero el Grandioso estaba tan hambriento que no aguantó más. Del disgusto dio un tremendo golpe en la mesa.
–¡Seré eternamente el rey de los bizurr-mizurr! –gritó, se quitó la corona de la cabeza y se la puso en la mano al canciller que lanzó un gruñido de sorpresa, e inmediatamente engulló cuatro gruesos muslos de pato, dos raciones de bolas de requesón, tres de compota de manzana, cinco pastelillos de vainilla y de un sorbo se bebió tres grandes vasos de zumo de frambuesa. Después se limpió los labios, se levantó, se inclinó cortésmente y salió a del palacio.
Así llegó a su fin el glorioso reinado de Emilio Ducentésimo Quincuagésimo Tercero el Grandioso.
Estimado Joszko:
ResponderEliminarNos gustaria publicar este articulo en el proximo numero de El Quincenal, y contar como en otras ocasiones con tu autorizacion. Como lo ves?
Desde ya, muchas gracias,
Sebastian Santos
El Quincenal de Hungria
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